jueves, julio 21, 2011

La dulce luz de la luna.

Me puse a leer un viejo cuentito que sigue inconcluso y se me ocurrió darles un pasado a mis personajes. Comenzando con mi hija mayor, aquí un poquito de la historia de Garnita Lisilmë. Y para no perder la costumbre, está inconcluso.

--------------------------------------------

A simple vista parece una mujer de 19 años. Sí, una mujer de 19 años. Los caminos que tomas o que te ves obligado a tomar hacen que, tarde o temprano, dejes atrás la niñez, las alegrías, los sueños. No sólo maduras, sino que te transformas. En seres como ella la transformación es inminente, pues su camino no ha sido andado en sólo 19 años. Repito que no es madura, es inteligente, es astuta e incluso ve el futuro sin siquiera poseer la habilidad para hacerlo. Es anciana.

Su tiempo ha visto nacer y morir a muchos de nosotros. Fue semejante a nosotros, con dudas, miedos, tristezas. Muchas tristezas. No conoció a sus padres y fue criada por extraños. Era especial para ellos. Era normal, era común. Para los niños de su edad era divertida; era una amiga. Era diferente y era su amiga.

Desde pequeña mostró habilidad con el arco y los caballos. Era diestra con su cuerpo y lo manejaba tan bien como cualquier gimnasta o peleador; incluso mejor. Bastaba un poco del conocimiento de su madre sobre yerbas medicinales para que ella lo aplicara con la misma eficacia. No parecía un ser humano común.

Y ciertamente, no lo era.

Sus padres la descubrieron deambulando sola en el camino que provenía de Nimbreloth. Estaba sucia y apenas vestida con una capa rota y maloliente. Aparentaba unos tres años de edad y no llevaba nada más que un trozo de papel con su nombre:

Garnita Lisilmë.

sábado, julio 02, 2011

Para Carmen

Estimada Carmen:

Seguramente te extrañará no haberme encontrado esta mañana. Te seré franco: Estoy harto. No me malinterpretes, ha sido increíble el poco tiempo que hemos pasado juntos, pero la vida que poco a poco he adoptado para mí a tu lado me ha resultado tan falta de interés que por fin estallé.

En un principio consideré que caminar a tu lado, tomados de la mano y mirándonos a los ojos durante nuestros paseos eran actos que significarían algo para mí, pero no ha sido así. De un momento a otro me olvidé de lo que significaba escuchar. Me incliné tanto por el aspecto visual de tu vida que los sentimientos que afloraban en mí cada vez que correteaba a solas en el patio de mi última casa comenzaron a desaparecer. Ha sido tan difícil tomar la decisión de irme que no puedo verte a la cara mientras te digo esto. Pero tan pronto mis patas delanteras volvieron a tocar el suelo después de los últimos dos años experimenté una increíble sensación de libertad.

Odié tanto el hecho de que quisieras vestirme. Hablé sólo para complacerte y parece ser que nunca intentaste entender mis necesidades. Todo se trató siempre de ti. ¿Por qué habría de ocultar el hecho de que me rascaba el cuello con los pies mientras no me veías? Era una de las pocas reminiscencias de mi pasado canino. Y lo disfrutaba, en verdad lo disfrutaba. Fue hasta esa cena con tus padres en la que no pude evitar terminarme las sobras de mi plato con la lengua que noté el declive de mi utópica nueva vida. Afortunadamente los anteojos que me pusiste para ocultar mis ojos bicolor evitaban que viera con claridad los juiciosos ojos de tu madre. Aún sigo preguntándome qué extraña sensación me orilló a adoptar tus costumbres. Aunque tal vez el hecho de que mi naturaleza me llevó alcanzar una nueva forma de agradecer a los hombres. ¡Qué otra manera de agradecer lo que hacen por ti que imitándolos! No hay cosa que los vuelva tan orgullosos que algo tratando de transformarse en uno de ellos.

Sin embargo estaba equivocado. Y no pienses que estoy arrepentido, al contrario, ha sido una enorme lección de vida. Se que tal vez nunca me entenderías, pero había algo en mí que me decía que disfrutaba mil veces más esperar dos comidas diarias acostado frente a la puerta de casa que estar sentado durante horas, aprisionado por una apretada corbata, en ese trabajo que me conseguiste. Hice buenas amistades ahí, no lo niego, pero todas y cada una de ellas odiaban tanto su vida que comencé a contagiarme de la sensación. Y no me gustaba.

Por mucho tiempo consideré que ir tras una botella de soda vacía no hacía más que incrementar el poco respeto que ustedes los hombres mostraban ante nosotros. Me vi denigrado. Aún a pesar de que esa sencilla acción lograba sacar una sonrisa de entre los labios de aquél niño de diez años que en ocasiones y a escondidas me permitía dormir en el calor de su habitación.

El sentimiento de inferioridad me hizo mirar hacia atrás. Ya no necesitaba más correr tras una pelota ni orinar en el patio trasero. Ya no lo quería. En una de esas ocasiones en que mis ojos miraban por debajo del portón a la gente de afuera alcancé a percibir un hermoso olor. Eran como galletas. Levanté la mirada y entre los barrotes observé a la mujer que me haría intentar trascender mi naturaleza. Abrazaba a un hombre. Pues bien, en ese momento lo decidí: Dejé de ser un perro.

Mis primeros intentos por encajar sólo generaron risa y burla de parte de quienes me daban techo. Yo nunca lo entendí; por más que me esforzaba ellos sólo miraban, extrañados, mis inútiles intentos por imitar su voz. Una vez incluso grabaron mis aullidos. Recuerdo escucharme triste una vez que los pusieron en el reproductor. Era frustrante. No lo acepté más y huí.

Debo decir que no fue tan fácil como aprender a andar sobre mis patas traseras. Eso lo ejercité durante mucho tiempo en la penosa tarea de ganarme un bocado extra de las sobras de la casa. Sin embargo, un día que mordisqueaba bolsas entre la basura un hombre se acercó a mí, sujetaba una escoba en una mano y un cigarro en la otra. Me golpeó casi hasta el cansancio, gritando que me alejara del lugar. Fue así como mis aullidos poco a poco se transformaron y grite al hombre: “¡Ya basta!”.

Lo último que recuerdo del incidente fue verme en el otro extremo de la esquina, golpeado a tal punto que era irreconocible. Fue entonces cuando el olor a galletas volvió y aquella mujer me llevó a casa. Desde entonces juré que nunca más volvería a caminar en cuatro patas, pues es así que viví toda mi vida y lo único que recibí fueron burlas y golpes. Le conté mi historia a la mujer y poco a poco nos volvimos tan cercanos que terminamos planeando una vida juntos.

El resto, Carmen, lo conoces. Sin embargo no fuiste muy diferente a ellos y yo, gracias a mi naturaleza canina, confundí el sentimiento de gratitud con el del amor. Los confundí tanto que me negué a mi mismo. Pero no más; para mí ha sido ya suficiente. No daré más vueltas a esto, Carmen; lo que estás pensando es real. Dejé de ser un hombre. No te preocupes por mí, sabré arreglármelas.

Una vez más, Gracias.

Peter.