Hablar en un principio sobre Antonin Artaud podría llevarnos de inmediato a hablar de locura y rebeldía, sin embargo hay mucho más allá de la locura superficial que se percibe en primera instancia; existe un balance difícil de entender y más aún difícil de explicar.
Una de las cosas que me atraparon desde mi primer lectura de El teatro y su doble fue la de sugerir que la cordura no era más que un estado alterado de la mente, en el que todos los deseos y verdaderas acciones y detonadores de la vida eran reprimidos y dosificados. En pro de un bien común, añadiría yo: La convivencia pacífica. Pero esta convivencia atañe únicamente a la vida común y corriente, al mundo cotidiano y civilizado. Allí donde la verdadera naturaleza del ser humano necesita vivir aparece la locura en su estado más puro. Esta naturaleza básica, primitiva, grita por ser escuchada; es cuando en un principio utilizamos el ritual para hacerla hablar. No hay más dios que nosotros mismos y no hay mejor manera que hacerlos hablar sino es a través de nuestros propios cuerpos.
A veces esa locura se desata y entra en conflicto con el mundo "normal" y civilizado, pero otras veces sólo lo provoca, sin dañarlo. Lo rasga, pero no lo lastima. Existe un balance que nos demuestra que el borde entre ambos es mucho más frágil de lo que imaginamos; nos demuestra que hay cosas que están ahí, por más que evitemos verlas.
Es entonces donde Artaud golpea mis ideas. Si me considero como un simple actor, como repetidor de fórmulas y reproductor de sonidos estaré alimentando al Gargantúa en el que se ha transformado el espectador actual, el que presiona un botón y come sin lavar su comida. Hace un año veía a Artaud de una manera, hace 6 meses de otra y así, con el pasar del tiempo. Yo no quiero ser comida chatarra, yo quisiera ser el alimento de aquél que busca volver a lo orgánico, a lo básico, a lo que la tierra proporciona.
Si pienso en el teatro como una comunicación no sólo con el espectador sino como una comunicación entre él la tierra y yo ese proceso se clarifica en gran medida; al menos para mí. Ya no necesito a un dios que cuide mis pasos, sino que lo construyo y lo redescubro en cada ensayo y en cada función. No necesito una oración para ser escuchado, basta con abrir los ojos y mirar de frente al espectador para saber que ahí está la verdadera magia.
La alquimia no produce nada de la nada, por el contrario. Es la energía provocada por esa relación actor-espectador el catalizador perfecto para que lo intangible se vuelva tangible. La energía aparece de algún modo; no es una cuestión física, es cuestión de deseo, de fe.
Ya no se trata de una búsqueda ciega de lo que podría o no querer, ya no se trata de un fanatismo por una comunión espiritual. Es una necesidad compartida de respirar, de alimentarnos y descubrirnos los unos a los otros en las múltiples formas en las que podemos existir.
Es por eso que ahora entiendo cómo el teatro debería provocar esa necesidad. Debe hacernos ver hacía adentro mientras el efecto de esa visión se hace presente por fuera. Antes que provocar lástima, risa o empatía, debería provocar asco, miedo, furia o hambre. Debería atacar a nuestros instintos más básicos, provocar curiosidad, pero esa curiosidad chismosa que nos invita a indagar más y más y que ya es provocadora en sí misma.
Es entonces cuando descubro los procesos del teatro cruel.
En la manera en que lo veo, el teatro cruel no es un teatro agresivo o físicamente violento. O al menos esto no es un requisito indispensable. El teatro cruel es el medio para hacerse necesario a sí mismo.
La crueldad es una potencialidad, una fuerza oculta que antecede al deseo y busca su cumplimiento sea este posible o no. La violencia es todavía más sangrienta y agresiva que la violencia física, pues alude directamente a lo más oculto de nuestra mente, va directamente a donde pocos se atreven a ir. Necesita traspasar esa capa que constituye el límite entre la cordura y la locura.
Lo cruel no es lastimar a otro, sino lastimar el entorno cotidiano sin hacernos daño. El daño es hacia ese mundo civilizado, que es quien debería buscar la forma de curarse tras haber sido dañado. Esto también debería convertirse en una necesidad. El actor no es el único en quien debería ocurrir una catarsis, sino también en el espectador mismo.
El teatro es parte de la vida y no una simple representación de ésta. Es entonces donde deberíamos buscar, también como espectadores, el alivio al dolor de la vida en la vida misma. A esto Artaud lo define como una terapéutica.
Finalmente, en estos momentos, puedo considerar al teatro no como una cura milagrosa, sino como una herramienta de equilibrio entre los dos estados de la mente que menciono. Es como una vacuna conteniendo el agente perjudicial que me prepara para la verdadera enfermedad.
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