Mire... Le contaré una historia, señor. ¿Le molesta que lo llame señor? ¿No? Me alegra, porque no lo haré de ninguna otra forma; de hecho es la única forma que se me ocurre, así que tendremos que lidiar con eso.
Decía que le contaré una historia, señor. Es la historia de una estrella. Una estrella que brillaba igual que las demás, con los mismos destellos, el mismo tono pálido en su superficie, los mismos extremos filosos y el mismo gusto por el helado. Sólo que como todas tenía su propio aroma y su propia mirada. No era especial, sólo era diferente... Tan diferente como todas las demás.
Le cuento, señor, que hace algunas noches se cayó de su puesto y escuchó de cerca un deseo. Uno que no se suponía que debía escuchar pero, en fin, se cayó y no hubo remedio. Era uno de esos deseos susurrados que sólo existen para tranquilizar el alma de la gente, pero no aspiran a transformarse. Aunque el potencial lo tienen. Lo escuchó y dudó un poco. No, dudo mucho, mucho. La estrella sabía que debía permanecer en su puesto, que era contra toda regla cumplir deseos susurrados. Pero hacía tanto que no cumplía un deseo que se sentía aburrida, triste y hasta cierto punto inútil. Nadie ha visto jamás una estrella desidiosa y ella no pensaba ser la primera. Así fue, señor, como la estrella se decidió.
Una noche, tan igual como las demás, bajó rebotando contra las nubes y cayó de cara al piso. Buscó por todos lados la voz que susurraba el deseo, sin mucho éxito. Pasó varios días deambulando entre callejones oscuros y correteando mariposas por campos verdes y amarillos; a veces olvidando su propósito, pero volviendo animada a la búsqueda cada vez que un cosquilleo en la oreja le decía para qué había bajado. No bajó para corretear mariposas, bajó para cumplir un deseo.
Debe saber, señor, que al cabo de unos días escuchó claramente el deseo, como si esta vez se lo susurraran directo en la barriga. Las estrellas, señor, escuchan mejor con la barriga, es una habilidad que obtuvieron cuando se dieron cuenta de que los oídos a veces transforman las palabras y terminan escuchando lo que quieren escuchar.
Así la estrella siguió a su barriga. Caminaba curiosa sin percatarse de nada más que el susurro hasta que descubrió que, sin darse cuenta, caminaba sobre un piso de tierra y la niebla abrazaba poco a poco el camino. Estaba asustada, pero decidida. Allá arriba había un lugar que, si no cómodo, era un lugar que había ocupado los últimos años de su vida, después de que la ascendieron de lucero. Había pasado tanto tiempo y había olvidado cuántos deseos había cumplido desde entonces. En realidad, señor, la estrella dudaba haber cumplido más de dos, tal vez tres, pero de ese tercero ella comenzaba a dudar si realmente existió.
Finalmente llegó a una casa vieja con el bailoteo de una luz atravesando por la ventana, una vela casi apagada que se movía por capricho del viento. Asomó sus ojos por el filo de la ventana y observó a un grupo de ratones que masticaban pedazos de galleta sobre la mesa. Los ratones la vieron, pero siguieron con la dura tarea de devorar las galletas. Entonces escuchó la voz de los susurros, fuerte y clara. No susurraba, no esta vez, sino que hablaba para sí mientras atravesaba las puertas de la casa. Era un niño pequeño, de esos que suelen jugar con el vapor que se acumula en las ventanas convirtiéndolo en un lienzo donde todo puede pasar.
La estrella, señor, lo miró con atención. ¿Este niño pidió el deseo? Se repetía. Parece tan feliz. Un niño como él no puede pedir un deseo de semejante naturaleza.
- Por eso lo susurraba, no quería que lo escuchara nadie.
Fue un susto tremendo, señor, la voz que escuchó de repente la estrella, quien volteó para todos lados buscando el origen.
- ¡Eh! ¡Tú! Aquí abajo.
Era uno de los ratones. Como era común en esta parte del pueblo, los ratones podían fácilmente meterse en asuntos que no les correspondían. Era un don o algo así.
- Sabe que va a morir, pero no quiere hacerlo como todos. Quiere que signifique algo para él. Quiere ser feliz, pero sabe que su felicidad lastimará a muchos. Por eso no quiere que le escuchen.
Señor, la estrella estaba muy confundida, pero ella también tenía un deseo y sabía lo fuertes que pueden ser. Sabía que nadie podía hacer nada cuando alguien desea, es contra toda regla. Su deseo era cumplir con su trabajo como estrella, era cumplir el deseo susurrado que tanto tiempo dio vueltas en su cabeza. No podía hacer nada al respecto.
Y era terrible.
Creía ser una especie de demonio. Pero simple y sencillamente era una estrella, como todas.
Con un deseo.
Pasó varios días, señor, observando a ese niño. Lo veía comer, lo veía jugar, lo veía reír y lo veía llorar. ¡Cuántas veces lo habrá visto llorar! Para ella no era dificil permanecer quieta asomada a la ventana. Era lo mismo que hacía allá arriba. Permanecer quietecita y casi sin moverse de su posición. Tantos años hizo lo mismo.
Y ahora, por un descuido, todo dio vueltas y vueltas.
Un día no lo pensó dos veces y fue donde el niño jugaba con un montón de tierra.
- ¿Qué haces?
- Nada. Dijo él, que no veía una estrella, sino a una niña con las mejillas todas rojas por el frío de ese día.
- Conozco tu secreto. Tu deseo.
El niño cambió de color y los cabellos de su nuca se erizaron, pero no por el frío. El niño, señor, sonrío como nunca lo había hecho. Para chicos de su edad es difícil ocultar las cosas. Son valientes y un poco tontos. Observó a la estrella y asintió con la cabeza.
- Me atrapaste. Hace tanto tiempo que lo deseo. Sólo quiero ser feliz cuando todo termine, sea cual sea el final.
Ya no era una niña. En sus ojos, aquel niño pudo ver un resplandor que nunca en su vida había visto. Sabía que no era una niñita de mejillas rojas. Era parte de su deseo cumplido.
- ¿Estás seguro?
- Sea cual sea el final.
- Trece gotas de saliva y un par de botas negras.
- Así podré morir de sed o de cansancio.
- Pero feliz.
- La sed y el cansancio nos indican que el camino valió la pena, ¿no?
- No lo se. Yo sólo cumplo deseos.
Decía que le contaré una historia, señor. Es la historia de una estrella. Una estrella que brillaba igual que las demás, con los mismos destellos, el mismo tono pálido en su superficie, los mismos extremos filosos y el mismo gusto por el helado. Sólo que como todas tenía su propio aroma y su propia mirada. No era especial, sólo era diferente... Tan diferente como todas las demás.
Le cuento, señor, que hace algunas noches se cayó de su puesto y escuchó de cerca un deseo. Uno que no se suponía que debía escuchar pero, en fin, se cayó y no hubo remedio. Era uno de esos deseos susurrados que sólo existen para tranquilizar el alma de la gente, pero no aspiran a transformarse. Aunque el potencial lo tienen. Lo escuchó y dudó un poco. No, dudo mucho, mucho. La estrella sabía que debía permanecer en su puesto, que era contra toda regla cumplir deseos susurrados. Pero hacía tanto que no cumplía un deseo que se sentía aburrida, triste y hasta cierto punto inútil. Nadie ha visto jamás una estrella desidiosa y ella no pensaba ser la primera. Así fue, señor, como la estrella se decidió.
Una noche, tan igual como las demás, bajó rebotando contra las nubes y cayó de cara al piso. Buscó por todos lados la voz que susurraba el deseo, sin mucho éxito. Pasó varios días deambulando entre callejones oscuros y correteando mariposas por campos verdes y amarillos; a veces olvidando su propósito, pero volviendo animada a la búsqueda cada vez que un cosquilleo en la oreja le decía para qué había bajado. No bajó para corretear mariposas, bajó para cumplir un deseo.
Debe saber, señor, que al cabo de unos días escuchó claramente el deseo, como si esta vez se lo susurraran directo en la barriga. Las estrellas, señor, escuchan mejor con la barriga, es una habilidad que obtuvieron cuando se dieron cuenta de que los oídos a veces transforman las palabras y terminan escuchando lo que quieren escuchar.
Así la estrella siguió a su barriga. Caminaba curiosa sin percatarse de nada más que el susurro hasta que descubrió que, sin darse cuenta, caminaba sobre un piso de tierra y la niebla abrazaba poco a poco el camino. Estaba asustada, pero decidida. Allá arriba había un lugar que, si no cómodo, era un lugar que había ocupado los últimos años de su vida, después de que la ascendieron de lucero. Había pasado tanto tiempo y había olvidado cuántos deseos había cumplido desde entonces. En realidad, señor, la estrella dudaba haber cumplido más de dos, tal vez tres, pero de ese tercero ella comenzaba a dudar si realmente existió.
Finalmente llegó a una casa vieja con el bailoteo de una luz atravesando por la ventana, una vela casi apagada que se movía por capricho del viento. Asomó sus ojos por el filo de la ventana y observó a un grupo de ratones que masticaban pedazos de galleta sobre la mesa. Los ratones la vieron, pero siguieron con la dura tarea de devorar las galletas. Entonces escuchó la voz de los susurros, fuerte y clara. No susurraba, no esta vez, sino que hablaba para sí mientras atravesaba las puertas de la casa. Era un niño pequeño, de esos que suelen jugar con el vapor que se acumula en las ventanas convirtiéndolo en un lienzo donde todo puede pasar.
La estrella, señor, lo miró con atención. ¿Este niño pidió el deseo? Se repetía. Parece tan feliz. Un niño como él no puede pedir un deseo de semejante naturaleza.
- Por eso lo susurraba, no quería que lo escuchara nadie.
Fue un susto tremendo, señor, la voz que escuchó de repente la estrella, quien volteó para todos lados buscando el origen.
- ¡Eh! ¡Tú! Aquí abajo.
Era uno de los ratones. Como era común en esta parte del pueblo, los ratones podían fácilmente meterse en asuntos que no les correspondían. Era un don o algo así.
- Sabe que va a morir, pero no quiere hacerlo como todos. Quiere que signifique algo para él. Quiere ser feliz, pero sabe que su felicidad lastimará a muchos. Por eso no quiere que le escuchen.
Señor, la estrella estaba muy confundida, pero ella también tenía un deseo y sabía lo fuertes que pueden ser. Sabía que nadie podía hacer nada cuando alguien desea, es contra toda regla. Su deseo era cumplir con su trabajo como estrella, era cumplir el deseo susurrado que tanto tiempo dio vueltas en su cabeza. No podía hacer nada al respecto.
Y era terrible.
Creía ser una especie de demonio. Pero simple y sencillamente era una estrella, como todas.
Con un deseo.
Pasó varios días, señor, observando a ese niño. Lo veía comer, lo veía jugar, lo veía reír y lo veía llorar. ¡Cuántas veces lo habrá visto llorar! Para ella no era dificil permanecer quieta asomada a la ventana. Era lo mismo que hacía allá arriba. Permanecer quietecita y casi sin moverse de su posición. Tantos años hizo lo mismo.
Y ahora, por un descuido, todo dio vueltas y vueltas.
Un día no lo pensó dos veces y fue donde el niño jugaba con un montón de tierra.
- ¿Qué haces?
- Nada. Dijo él, que no veía una estrella, sino a una niña con las mejillas todas rojas por el frío de ese día.
- Conozco tu secreto. Tu deseo.
El niño cambió de color y los cabellos de su nuca se erizaron, pero no por el frío. El niño, señor, sonrío como nunca lo había hecho. Para chicos de su edad es difícil ocultar las cosas. Son valientes y un poco tontos. Observó a la estrella y asintió con la cabeza.
- Me atrapaste. Hace tanto tiempo que lo deseo. Sólo quiero ser feliz cuando todo termine, sea cual sea el final.
Ya no era una niña. En sus ojos, aquel niño pudo ver un resplandor que nunca en su vida había visto. Sabía que no era una niñita de mejillas rojas. Era parte de su deseo cumplido.
- ¿Estás seguro?
- Sea cual sea el final.
- Trece gotas de saliva y un par de botas negras.
- Así podré morir de sed o de cansancio.
- Pero feliz.
- La sed y el cansancio nos indican que el camino valió la pena, ¿no?
- No lo se. Yo sólo cumplo deseos.
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