Ella dejó claro que no necesitaba la ayuda de nadie; que si se iba a ir lo haría bajo sus propios términos. Aún se encontraba enumerando todas las razones que tenía para alejarse del pueblo cuando se dio cuenta de que cada vez estaba más lejos. Los ecos de las calles parecían cantarle mientras se despedían de ella.
Eran como las notas de una guitarra pidiéndole que siguiera adelante.
Con cada paso la tierra bajo sus pies comprendía su determinación. Una lágrima, tres gotas de sudor y miles de lluvia. No sabía cuál era cuál. Miraba hacia arriba, como buscando ese pequeño rayo de sol que se asomaba entre las apretadas nubes y al mismo tiempo sentía que caminaba sobre ellas.
El aroma del camino mojado detuvo sus lágrimas por un momento y entonces el tiempo se detuvo.
Era temprano por la mañana. Abrió la ventana junto a la cama y no sólo el camino mojado la acariciaba; el pan calle abajo, el fogón en la casa de al lado, la carnicería. La sangre.
La sangre hizo que el tiempo la alcanzara. Aceleró el paso, apretó los puños y retomó su marcha. Ella lo dejó claro y a pesar de hacer un recuento de lo que la ataba a ese lugar, siguió adelante. Siguió hasta saber que al mirar atrás, el pueblo ya no estaría ahí.
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