En el momento en que la luna es el único farol en el cielo, el conejo sabe que es hora de despertar. No hay mejor hora para los conejos que la hora en que el cielo se torna índigo.
El conejo salió de su agujero en el árbol y caminó lentamente hacia el lago. Dando largos pasos con sus enormes patas. Olfateando el aroma de los pinos alrededor y sacudiéndose la corteza del árbol que al salir se le había pegado al cuerpo. Con mucho cuidado tanteaba el terreno, pues sabía que de vez en cuando la tierra puede desaparecer bajo sus pisadas. Los conejos tienden a caer repentinamente en la tierra y nunca más se los vuelve a ver.
El conejo de esta noche tuvo suerte. Llegó al lago sin que fuera tragado por la hierba.
Ya en la orilla, el conejo bebió un poco. Después levantó la cabeza y estiró el cuello tan alto como pudo. Su cuello serpenteaba mientras subía más y más y finalmente se detuvo cuando vio la luz de la luna alumbrando las copas de los árboles. Tomó una gran bocanada de aire y volvió la cabeza al lago. Miró a ambos lados y, tras asegurarse de que no había nadie cerca, caminó sobre el agua hasta alcanzar el centro del lago, encogió sus patas, abrió sus enormes alas y levantó el vuelo. En el aire, el conejo rugió como sólo los conejos pueden hacerlo y sus ojos se iluminaron de un azul oscuro como sólo los ojos de los conejos se pueden iluminar. El conejo giró su cuerpo hacia el bosque y con un movimiento de sus alas le dio a este la última brisa del verano.
Como cada año, al final del verano, un conejo se va despidiéndose del bosque y nunca nadie vuelve a verlo.
Ese es el destino de los conejos.
El conejo salió de su agujero en el árbol y caminó lentamente hacia el lago. Dando largos pasos con sus enormes patas. Olfateando el aroma de los pinos alrededor y sacudiéndose la corteza del árbol que al salir se le había pegado al cuerpo. Con mucho cuidado tanteaba el terreno, pues sabía que de vez en cuando la tierra puede desaparecer bajo sus pisadas. Los conejos tienden a caer repentinamente en la tierra y nunca más se los vuelve a ver.
El conejo de esta noche tuvo suerte. Llegó al lago sin que fuera tragado por la hierba.
Ya en la orilla, el conejo bebió un poco. Después levantó la cabeza y estiró el cuello tan alto como pudo. Su cuello serpenteaba mientras subía más y más y finalmente se detuvo cuando vio la luz de la luna alumbrando las copas de los árboles. Tomó una gran bocanada de aire y volvió la cabeza al lago. Miró a ambos lados y, tras asegurarse de que no había nadie cerca, caminó sobre el agua hasta alcanzar el centro del lago, encogió sus patas, abrió sus enormes alas y levantó el vuelo. En el aire, el conejo rugió como sólo los conejos pueden hacerlo y sus ojos se iluminaron de un azul oscuro como sólo los ojos de los conejos se pueden iluminar. El conejo giró su cuerpo hacia el bosque y con un movimiento de sus alas le dio a este la última brisa del verano.
Como cada año, al final del verano, un conejo se va despidiéndose del bosque y nunca nadie vuelve a verlo.
Ese es el destino de los conejos.
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