Una vez bajo la lluvia descubrí cómo el tiempo se puede detener.
Caminábamos en el parque. No sabíamos si correr al kiosco o seguir avanzando. Andábamos a prisa, con lo hombros encogidos, apretando la mano del otro y creyendo que de esta manera el agua nos mojaría menos; pero lo único que ocurrió fue que nuestras manos eran las únicas que no tenían frío.
Llegamos a la esquina, a la tienda de perfumes. El pequeño toldo sobre el aparador sólo alcanzaba para nosotros dos, así que encontramos la manera de acomodarnos entre el agua y el cristal. Teníamos a la vista nuestras opciones: A la derecha el kiosco, que se veía cada vez más lejano mientras la lluvia caía con más fuerza; a la izquierda el camino de adoquines que poco a poco se salpicaba con manchas oscuras. Pronto estaría empapado.
Pasaba el tiempo. La gente corría en todas direcciones: Hombros encogidos, la mirada al suelo y el fuerte deseo de estar en casa. Nosotros teníamos nuestro toldo junto a la tienda de perfumes.
No soltábamos nuestras manos.
El agua salpicaba nuestros pies y nos apretábamos contra el aparador. Nos apretujábamos el uno contra el otro. El olor de su perfume era mucho más fuerte cada vez y las botellitas tras el cristal me miraban molestas. Celosas. Nos juntábamos más.
Un relámpago.
Nos quedamos ahí. Inmóviles y temblando de frío. Apretamos más nuestras manos y detuvimos el tiempo con un beso.
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