El amor es una de las cosas más fáciles de idealizar; inventamos metáforas, hacemos planes y consideramos que la persona a quien amamos es el único ser en el mundo que no tiene defectos. El ejemplo más claro son los poemas. Pero un día llegamos a casa, abrimos la puerta y preguntamos desde la sala qué es lo que vamos a cenar. Entramos a la habitación y sin siquiera mirarnos a los ojos volvemos a salir, con un gesto de molestia, porque afuera llovía y estamos mojándolo todo.
Vamos los dos a la cocina, abrimos el refrigerador y tropezamos. El tropiezo se convierte en un abrazo. El abrazo se convierte en risas y las risas en un largo beso.
Terminamos de cocinar la cena.
Llega el momento en el que entendemos que el amor no sólo se encuentra en la grandilocuencia de una metáfora, sino que también está oculto en los pequeños detalles. En las risas en la cocina, las miradas cómplices en la calle, al cuidarse el uno al otro cuando duermen o simplemente al decirle "cuídate mucho".
Nos damos cuenta de que la persona que amamos sí tiene defectos, pero para nosotros siempre será perfecta.
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